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Hace más de 30 años, la Corte Constitucional —a través de la Sentencia C-221 de 1994— declaró inconstitucional penalizar el consumo de sustancias psicoactivas, reconociendo la dosis de uso personal como una expresión legítima de la autonomía individual y del libre desarrollo de la personalidad. Sin embargo, tres décadas después, Colombia continúa oscilando entre avances normativos en la garantía de derechos fundamentales y la implementación de políticas locales que, en la práctica, contradicen tanto la jurisprudencia constitucional como las recomendaciones internacionales en derechos humanos y salud pública.
En abril del 2023, a través de la Sentencia C-127, la Corte Constitucional ordenó a las entidades territoriales establecer, bajo criterios como la razonabilidad y la proporcionalidad, regulaciones con respecto al consumo de sustancias psicoactivas en el espacio público y al Ministerio de Justicia orientar dichas regulaciones. En enero de 2024, el Ministerio de Justicia, en cumplimiento, expidió un protocolo que pretendía orientar a las entidades territoriales, invitándolas a considerar criterios de modo, tiempo y lugar, y a privilegiar medidas pedagógicas para abordar estas situaciones.
Bajo el argumento de que ya existía un marco normativo vigente que regula el consumo de sustancias psicoactivas en el espacio público —el Decreto 825 de 2019—, la Alcaldía de Bogotá decidió no expedir una nueva reglamentación local. El decreto en cuestión establece un perímetro de 200 metros alrededor de instituciones educativas, parques, sistemas de transporte, escenarios deportivos y centros de salud o protección social, en los cuales se prohíbe el consumo, porte, distribución y comercialización de sustancias psicoactivas, y no incluye criterios de modo o tiempo para las restricciones al consumo.
En las últimas semanas, la discusión sobre estas medidas fue reavivada por el concejal Andrés Barrios, quien impulsó un proyecto de acuerdo ante el Concejo de Bogotá, con el propósito de exigir la implementación efectiva del marco normativo vigente, con el fin de establecer entornos “seguros y libres de drogas”, en respuesta a las inquietudes expresadas por padres de familia, comunidades educativas, iglesias y organizaciones sociales, ante el aumento del consumo en adolescentes.
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El proyecto fue aprobado y sancionado por el alcalde Carlos Fernando Galán, dando origen al Acuerdo 983 de 2025, el cual establece la instalación progresiva de señalización visible y clara en entornos como parques, plazoletas y alrededores de instituciones educativas, advirtiendo sobre la prohibición del consumo de sustancias psicoactivas en dichos espacios.
¿Qué sabemos sobre la efectividad de estas medidas?
A la fecha, no existe evidencia concluyente que respalde la efectividad de la señalización como estrategia para reducir el consumo de sustancias en el espacio público ni para mejorar los indicadores de convivencia. Por el contrario, este tipo de medidas, adoptadas de forma aislada y sin articulación con estrategias integrales de intervención, suelen responder más a lógicas populistas que a enfoques basados en evidencia.
Investigaciones lideradas por el CESED han documentado que medidas coercitivas, como las sanciones previstas en el Código Nacional de Seguridad y Convivencia, no han producido mejoras sostenidas en criminalidad ni en convivencia. Un estudio reciente mostró que la imposición de multas y la destrucción de sustancias no impactaron el número de incautaciones ni el microtráfico, pero sí incrementaron la exposición de jóvenes, personas de bajos ingresos y poblaciones racializadas a prácticas de control desproporcionadas.
Estos hallazgos coinciden con estudios internacionales que advierten que las prohibiciones formales, cuando no van acompañadas de atención psicosocial, no disminuyen la prevalencia del consumo ni sus efectos sobre la salud pública. Por el contrario, el enfoque punitivo tiende a desplazar a las personas que usan drogas hacia espacios más ocultos, inseguros y sin a servicios, lo que incrementa los riesgos de sobredosis, violencia o infecciones, y debilita los vínculos institucionales necesarios para promover el cuidado.
Además, estas medidas tienden a aplicarse de manera selectiva y desigual, afectando con mayor rigor a quienes ya enfrentan barreras estructurales para el ejercicio de sus derechos. Así, lejos de proteger a niños, niñas y adolescentes, este enfoque termina reproduciendo patrones de exclusión que perpetúan los ciclos de vulnerabilidad.
Si bien la instalación de señalización en el espacio público puede interpretarse como una acción orientada a la protección de ciertos grupos poblacionales, su implementación sin criterios diferenciales y sin articulación con otras políticas conlleva una serie de implicaciones relevantes que deben ser consideradas.
La prohibición generalizada del consumo de sustancias psicoactivas, incluso en su dosis personal, en amplias zonas del espacio público puede entrar en conflicto con el marco constitucional vigente. La Corte Constitucional ha sido clara en establecer que no puede imponerse una restricción absoluta al porte y consumo de sustancias, y que cualquier limitación debe considerar el principio de proporcionalidad y garantizar el equilibrio entre derechos fundamentales. El riesgo jurídico es evidente: medidas de este tipo pueden ser objeto de acciones de nulidad, especialmente si no contemplan condiciones específicas de tiempo, modo y lugar, tal como lo ordena la Sentencia C-127 de 2023.
Adicionalmente, la señalización refuerza representaciones estigmatizantes sobre las personas que usan drogas y contribuye a su discriminación, promoviendo su exclusión en lugar de su integración. Lejos de fomentar entornos seguros, estas medidas pueden aumentar la tensión social y animar respuestas de rechazo o expulsión, particularmente en contextos de alta vulnerabilidad.
Finalmente, desde una perspectiva de salud pública, la medida puede generar consecuencias contraproducentes. Al trasladar el consumo a zonas no observadas, desprovistas de condiciones mínimas de seguridad y a servicios, se incrementan los riesgos individuales y colectivos. Además, este tipo de restricciones puede obstaculizar el a estrategias de reducción de riesgos y daños, el a material higiénico, la atención psicosocial o la activación de rutas de atención integral. En lugar de facilitar la intervención oportuna, estas medidas alejan a las personas usuarias del sistema de salud y rompen los vínculos de confianza que las políticas públicas deben promover.
¿Qué alternativas son más efectivas?
Bogotá tiene la oportunidad de avanzar hacia modelos más eficaces y sostenibles, centrados en el cuidado, la garantía de derechos y la reducción de riesgos y daños. La evidencia señala que las respuestas más efectivas son aquellas que parten del reconocimiento de las personas que usan drogas como sujetas de derechos y se orientan al cuidado, la inclusión y la protección social.
Dos estrategias con resultados positivos en distintos contextos son los clubes cannábicos y las salas de consumo supervisado. Los primeros operan como asociaciones sin ánimo de lucro, reguladas por sus propios , que garantizan un suministro seguro y responsable de cannabis, alejando a sus s del mercado ilegal. Las segundas, por su parte, ofrecen un entorno higiénico y supervisado para el consumo, especialmente de opioides, reduciendo riesgos sanitarios y facilitando el a servicios. Ambos modelos se distancian de la criminalización, reducen los daños asociados al consumo y permiten transitar de la sanción al cuidado. Son, en esencia, herramientas para construir políticas públicas más humanas, eficaces y sostenibles.
Así mismo, el diseño de políticas no puede asumir que todas las situaciones de consumo son equivalentes. Es necesario establecer rutas diferenciadas que reconozcan la edad, el contexto social, el tipo de sustancia y el patrón de consumo. La eficacia de las respuestas institucionales depende, en buena medida, de su capacidad para adaptar sus acciones al contexto específico de cada caso.
El reto de Bogotá no es simplemente reglamentar el uso del espacio público, sino construir una política pública que sea coherente con la evidencia, respetuosa de los derechos humanos y alineada con las recomendaciones internacionales en materia de salud y derechos humanos. Es urgente diseñar políticas públicas éticas y sostenibles, que reconozcan la complejidad del fenómeno y que apuesten, decididamente, por una ciudad que no excluya ni castigue a las personas que usan sustancias, sino que les garantice el derecho a la salud y a habitar el espacio que es de todos.
** Carolina Pinzón Gómez. Directora del Área de Consumo de Drogas, Salud Pública y Educación. Centro de Estudios sobre Seguridad y Drogas - CESED