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Chats, celulares y movilidad bajo vigilancia en Catatumbo: así controlan grupos armados a comunidad

En la zona rural de Tibú, donde el Gobierno planea instalar una Zona de Ubicación Temporal con el Frente 33, las comunidades denuncian que viven bajo estricta vigilancia armada, restricciones a la movilidad y control de sus comunicaciones.

Gloria Castrillón Pulido
01 de junio de 2025 - 01:38 p. m.
Con armamento largo, la Policía patrulla el casco urbano de Tibú, epicentro de la crisis iniciada el 16 de enero, tras la arremetida del ELN.
Con armamento largo, la Policía patrulla el casco urbano de Tibú, epicentro de la crisis iniciada el 16 de enero, tras la arremetida del ELN.
Foto: Julián Ríos Monroy
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Solo trate de imaginar que usted no puede salir de su casa sin pedir permiso. Si le permiten salir debe explicar a qué sale, a dónde va y con quién se va a ver. Alguien con el poder de las armas determina cuándo debe volver y usted debe cumplir esa orden. La vigilancia sobre usted y su familia incluye que le revisen el celular, que lean sus chats, revisen sus fotos y sus os e incluso supervisen algunas de sus conversaciones telefónicas.

Si no se lo puede imaginar, solo piense que en algunas zonas de la región del Catatumbo, en Norte de Santander, hay cientos de personas que viven esa realidad. Este panorama ocurre justo en el territorio donde se anunció la primera Zona de Ubicación Temporal (ZUT) que acordó el Gobierno con el Frente 33 de la disidencia Estado Mayor de los Bloques y Frente (EMBF).

Algunas personas los llaman “secuestros”, otras le llaman “condicionamiento”. Lo cierto es que es una nueva modalidad diferente al desplazamiento y al confinamiento y consiste en que las personas deben someterse a las condiciones que les imponen los grupos para quedarse en el territorio. La mayoría de quienes enfrentan esta situación son hombres, sobre los que recae algún tipo de señalamiento o acusación. Algunos son líderes sociales y deben cumplir esa especie de castigo en sus casas. No pueden irse, pero tampoco son libres. Sus familias también tienen restricciones, pero tienen un poco más de movilidad, aunque siempre están bajo vigilancia y sospecha.

El control social que imponen los grupos armados sobre la población que se quedó en este territorio después de la emergencia humanitaria que inició el pasado 16 de enero, a raíz de los ataques del Ejército de Liberación Nacional (ELN) al Frente 33 y los posteriores enfrentamientos entre ambos grupos, es de unas dimensiones que nunca se habían vivido en esta región que ha pasado ya varias etapas de la confrontación armada.

Ni con la entrada a sangre y fuego de los paramilitares en 1999, ni con la guerra entre el ELN y el Ejército Popular de Liberación (EPL) en 2018 se había presentado una afectación de este tipo a la cotidianidad de los habitantes.

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A esto se suma la zozobra por el constante vuelo de drones con dos objetivos: vigilar y controlar la vida de la población y atacar a sus enemigos con bombas lanzadas desde estos artefactos. El más reciente ataque, hace apenas unas semanas en zona rural de Tibú, mató a un niño de 12 años e hirió a siete personas, entre ellos cinco menores de edad y dos adultos.

Mientras ambos grupos se culpan mutuamente, para los habitantes de estos 11 municipios la convivencia con los armados ha hecho parte de su vida desde hace décadas, pues tres guerrillas, paramilitares y fuerzas estatales han ejercido diversas formas de control, bajo el sometimiento y la violencia. El ELN llegó al territorio en 1978, las FARC un par de años después y luego, en 1983, llegó el EPL. Cada uno con su ideología y sus métodos, pero todos siempre buscando arraigo en el territorio y en sus habitantes con todo tipo de controles y diferentes formas de sometimiento.

Pero en esta ocasión la tecnología ha facilitado y exacerbado esa violencia. Por ejemplo, los relatos de los habitantes coinciden en que el ELN y las disidencias de las FARC hacen retenes en vías principales y secundarias, a plena luz del día, para revisar los celulares de los transeúntes. Cualquier foto o mensaje que consideren sospechoso hace que retengan a la persona y no se vuelva a saber de ella. Incluso, en zonas controladas por el ELN los habitantes comentan otro detalle: extraen información de los celulares con unos dispositivos que, según dicen algunos, recuperan archivos borrados de los móviles.

Los dos grupos han tomado control de los puntos Vive Digital, con los que el Gobierno, puntualmente el Ministerio de Tecnología. proporciona el servicio de internet en las zonas más apartadas. “La gente se siente espiada y vive muy asustada. Estamos necesitando apoyo psicológico”, relata un sacerdote de la región que reconoce que las personas prefieren exponerse y salir de sus casas para llegar a la iglesia y hablar directamente con él.

Son los sacerdotes los que muchas veces tienen que recoger —acompañando a los empleados de las funerarias— los cadáveres de los combatientes que mueren en las confrontaciones (cuando los grupos los llaman para tal fin). Son ellos los que intentan identificarlos, les dan cristiana sepultura y llevan registro riguroso de cada cuerpo, para poder brindar información certera si vienen a buscarlos. De hecho, hace pocos días, el párroco de Tibú, Yovani Ibarra, recibió cuatro cuerpos sin identificar a los que les realizó las exequias, pero dos días después tuvo que desenterrarlos para que sus familiares pudieran identificarlos: dos de los muchachos fueron identificados por las familias y se los llevaron, los otros fueron inhumados otra vez.

“Todos son hijos de esta tierra”, dice el religioso con mirada sombría mientras repasa el libro de defunciones. Los registros indican que, desde el 16 de enero, siete personas que sufrieron una muerte violenta fueron enterradas con papeles; es decir, plenamente identificadas; 15 más fueron identificadas por el grupo armado que los entregó, pero no hay prueba documental de su identidad, mientras que cuatro más fueron inhumados como cuerpos no identificados. El sacerdote guarda la esperanza de que las familias puedan recuperarlos. La situación ha llevado a que se haya designado a un sacerdote como enlace para ar a los grupos y buscar información de los combatientes ante el pedido desesperado de las madres que llegan al confesionario a preguntar casi en susurros por sus hijos e hijas que algún día se fueron a la guerra. “Las mamás nos buscan desesperadas, quieren saber si están vivos o muertos, nosotros hacemos la gestión, pero la información se demora en llegar”, dice el padre Yovani.

Tibú, entre la guerra y la paz

¿En qué momento nuestro pueblo perdió el rumbo?, se pregunta en su pequeña oficina el alcalde de Tibú, Richar Claro. Es tibuyano, tiene 33 años y creció en uno de los barrios más populares del municipio. Se toma la cabeza en las manos y lamenta que ya no quede casi nada del Tibú que nació y creció con el empuje de los pensionados de Ecopetrol. Su reflexión llega al mismo punto de otros jóvenes que reconocen que en parte lo que sucede es culpa de sus habitantes: por acostumbrarse a vivir en la ilegalidad que fomenta el paso fronterizo (antes había un paso legal a Venezuela, hoy hay 28 trochas ilegales); por vivir de las economías ilegales: primero el contrabando, luego la coca, la minería, la extorsión; por normalizar que la autoridad que regula sus vidas provenga de las armas de los ilegales e incluso llevarles a los armados sus problemas y diferencias para que ellos los resuelvan.

Puede que en parte tengan razón, pero también es cierto que el Estado, el que debe garantizar el ejercicio de una ciudadanía plena de derechos les ha fallado constantemente. “Ni siquiera tenemos la fiscalía ni el juzgado en nuestro municipio”, reclama el alcalde. Él es el cuarto mandatario que tiene estudios profesionales al llegar al cargo y hoy debe istrar uno de los municipios con mayor número de hectáreas de coca, unas 28.000; con siete asentamientos ilegales -ocupados mayoritariamente por migrantes- que no pagan servicios públicos y demandan atención, el lugar donde se concentra el mayor número de población desplazada con esta emergencia humanitaria, casi 17.000 personas.

Pero, además, es el municipio elegido -una vez más- para ser escenario de la búsqueda de la paz. En 1994 fue el EPL el que pidió pista para su desmovilización en la vereda Campo 6. En 2004, fue el bloque Catatumbo de las AUC, comandadas por Salvatore Mancuso, el que eligió la vereda Campo 2 como el sitio para dejar las armas. En 2016, con la firma del Acuerdo Final con las extintas FARC, la vereda Caño Indio prestó su territorio para que allí cerca de 620 combatientes hicieran su tránsito a la vida civil. Y en octubre de 2023, en este municipio, se instaló la mesa de diálogos entre el gobierno y el Estado Mayor Central que luego se dividiría y dejaría en la mesa a una facción del grupo, incluido el Bloque Magdalena Medio con el frente 33 haciendo presencia en esta región.

Hace apenas una semana, el gobierno expidió una resolución que crea una Zona de Ubicación Temporal, para que ese frente 33 haga tránsito a la vida civil y una vez más el lugar elegido fue Tibú, aunque aún no se conoce en qué vereda quedará.

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Las voces de la comunidad y las autoridades se unen para hacer muchas preguntas al gobierno nacional. Tienen dudas sobre la verdadera voluntad del frente 33 de hacer el tránsito a la vida civil. Pero, sobre todo, sienten que de una manera o de otra pierden. Si las disidencias se desmovilizan, se fortalecería el ELN y quedaría como actor hegemónico en momentos en los que demuestra su crueldad para someter al territorio a sus designios. Si, por el contrario, las disidencias salen fortalecidas de este proceso, la guerra entre los dos grupos seguiría con consecuencias inimaginables.

Este temor se alimenta justamente por el escepticismo sobre la capacidad del Estado de ejercer control en el territorio, de llegar con los programas sociales que ha anunciado gobierno tras gobierno, y que han incumplido de manera constante (desde el primer Paro del Nororiente en 1987, pasando por los paros cocaleros de 2013 y 2017). El alcalde de Tibú, por ejemplo, saluda y agradece los recursos que llegarán a su municipio por cuenta de la emergencia económica, porque podrá dar saneamiento básico, soluciones de vivienda, y oferta educativa a través del SENA.

Pero reclama porque no tiene información sobre cómo el Estado garantizará la vida y la seguridad de la población que estará aledaña a la ZUT. “Aquí ya tuvimos la experiencia del ETCR en Caño Indio, yo era personero en ese momento y vi cómo varios presidentes de juntas de acción comunal tuvieron que huir por amenazas y la población aledaña sigue esperando, nueve años después, a que llegue la electrificación”.

Además, le preocupa que producto de la Zona, sobre la istración municipal empiecen a recaer responsabilidades que no puede asumir. Sería ideal, dice, que también le brinden recursos y herramientas para afrontar los retos que sin duda llegarán. Y termina con una frase lapidaria: “Por quinta vez vamos a prestar nuestro territorio para la paz, ¡y ni siquiera tenemos carretera!”

Clamor humanitario

Tibú no es el pueblo concurrido y bullicioso de siempre. De día, aparenta una cierta normalidad. Su comercio está activo, no hay locales cerrados y la carretera -si a esa trocha llena de huecos se le puede llamar así- que conecta su casco urbano con Cúcuta, tiene un flujo constante de vehículos, entre ellos, los camiones que sacan el corozo de los enormes cultivos de palma que jalonan la economía de la región. Pero apenas cae la tarde, sus calles quedan solitarias, los comercios cierran y hasta los bares del parque central quedan vacíos. La gente se guarda temprano.

No hay cifras oficiales aun, pero un gran número de mototaxistas y de vendedores informales dejaron el municipio. Muchos de ellos eran migrantes que habían cambiado la demografía de Tibú. Ellos fueron los primeros en huir después del 16 de enero. Los habitantes que se quedan intentan llevar una vida normal. Dicen que no tienen a donde irse, algunos de ellos llegaron al pueblo huyendo de otros lugares en las anteriores olas violentas y no quieren seguir errantes de un lado para otro. Tienen miedo, sin duda, pero resisten por apego al territorio.

A unos 20 minutos del casco urbano hay un refugio humanitario. Es un asentamiento de 161 personas -por ahora, porque su población fluctúa dependiendo de los combates y los desplazamientos que ya son cotidianos-. Estas personas salieron desplazadas de diferentes lugares del Catatumbo, principalmente de El Tarra, con destino a Cúcuta que ante la imposibilidad de hacer su vida en los refugios decidieron regresar. Viven en lo que era un balneario, al pie del río Tibú que les ofrece pescado fresco para alimentarse y cuentan con protección del Ejército.

En contexto: “No hablaremos de entrega de armas si ELN sigue con intención de matarnos”: Andrey Avendaño

Allí están también algunos de la guardia campesina de la Asociación de Unidad Campesina del Catatumbo, Asuncat. Todos se declaran en resistencia. Sus líderes, la mayoría presidentes de juntas de acción comunal y dirigentes de la UP, aseguran que quieren que este lugar sea declarado como la segunda Comunidad de Paz, después de la de Apartadó, en Antioquia.

Pablo Téllez es uno de los voceros del refugio. Ha sido dirigente comunal durante varios años y es presidente de la junta de acción comunal del barrio El Triunfo en El Tarra. Salió huyendo desde el 16 de enero, se escondió en el monte durante tres días hasta que fue rescatado por el Ejército. “El ELN decidió atacar al proceso social, a la Unión Patriótica, al movimiento comunal, a la veeduría, a Asuncat, a todos los veníamos criticando algunas formas de actuar de ese grupo y de las FARC. Luego en Cúcuta tuvimos muchas dificultades porque nos llevaron a albergues y residencias, pero no nos dejaban comunicarnos entre nosotros, impidieron que nos reuniéramos y luego vinieron los perfilamientos y las amenazas”, relata.

Regresar a sus casas tampoco es una opción. De hacerlo, dicen Pablo y los otros líderes, tendrían que someterse a los estrictos controles de la guerrilla o sencillamente arriesgarse a que los maten. Por eso decidieron organizarse en el refugio. Sin embargo, algunos pobladores de Tibú consideran que estas personas se están poniendo en riesgo porque el ELN podría tomar represalias. Los líderes del refugio se declaran en resistencia. Creen que es la manera de evitar que el ELN los despoje de su territorio.

La situación ha llevado a que diversas organizaciones sociales se unieran para hacer exigencias a los grupos armados. Es así como la Asociación de Campesinos del Catatumbo, Ascamcat, junto a una plataforma llamada la Mesa Humanitaria han planteado a los grupos armados que respeten a la población civil, que cumplan las reglas de la guerra, que respeten la autonomía de las juntas de acción comunal, de las comunidades indígenas y de las organizaciones sociales. La iniciativa incluye un pedido formal al Gobierno y al ELN para retomar la mesa de diálogo que se encuentra suspendida.

La propuesta también prevé la posibilidad de que la Mesa Humanitaria pueda hacer un intercambio epistolar con los grupos con el fin de lograr los compromisos e incluye un mecanismo de verificación.

Esas son algunas de las posibilidades que ha encontrado la población para sobrevivir y no dejarles el territorio a los ilegales. Todos, a su manera, esperan que los grupos armados entiendan que la gente se está cansando de la violencia. Lo cierto es que esta guerra también ha profundizado las diferencias entre las organizaciones sociales, ha roto lazos que ya se habían tejido y ha golpeado con fuerza la confianza entre unos y otros. Pero son muchos los que siguen buscando unirse para resistir y demostrar que el Catatumbo podrá ser un laboratorio de paz.

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Gloria Castrillón Pulido

Por Gloria Castrillón Pulido

Periodista con maestría en asuntos internacionales y resolución de conflictos. Ha reporteado temas de política, derechos humanos, conflicto armado y ha cubierto las negociaciones de paz con las Farc, el Eln y las Auc. Consultora en conflicto armado, memoria, género y construcción de paz.@ glocastri[email protected]

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Pathos(78770)02 de junio de 2025 - 04:35 p. m.
Esta es la aplicación del nazismo y estalinismo a la vida de las personas, como lo haría una dictadura de extrema derecha o de que extrema izquierda. Pobre g nte viven como en el un campo d concentración....el gobierno judicializar este atropello
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