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La cercanía geográfica de Bogotá con el Gobierno Nacional ha jugado más en contra que a favor la hora de gestión recursos y recibir apoyo para inversiones que generen desarrollo social y económico a la capital.
“Pobre Bogotá, tan lejos de Dios y tan cerca del Gobierno Nacional”. Esta frase (una adaptación de “Pobre México, tan lejos de Dios y tan cerca de los gringos”) explica que tener la alcaldía a unos cuantos pasos de los ministerios no ha sido garantía de que se agilicen las gestiones para poder hacer las inversiones que la ciudad necesita para su desarrollo.
Otras ciudades nos ven con una mezcla rara de envidia y extrañeza, y piensan que por ser la capital y tener aquí todas las oficinas del Estado nos da superpoderes o una ventaja injusta. Algunos mandatarios regionales han propuesto incluso que los ministerios se distribuyan en todo el territorio nacional.
Sin embargo, la cruda realidad es que esta cercanía no sirve de nada y la muestra de ello es que a Bogotá le llega poquísima plata de la Nación. En regalías, por ejemplo, sólo llegan migajas. Mientras regiones que sacan petróleo reciben grandes recursos, a nosotros nos toca raspar la olla. Menos del 1 % del presupuesto total de regalías aterriza en Bogotá. En el Sistema General de Participación la cosa es igual de absurda: Bogotá le aporta casi $5 millones anuales por persona al Gobierno Nacional en impuestos, pero recibe menos de $800 mil per cápita en transferencias: una desproporción salvaje.
Esa misma visión sesgada hace que los ministerios y las entidades centrales nos miren como “privilegiados” y se hagan los de la vista gorda a la hora de invertir, y piensan que “ya tenemos mucho”. Miremos el deporte: el Ministerio (antes Coldeportes) no ha metido un peso serio en infraestructura deportiva en la capital en los últimos 25 o 30 años. ¿La excusa? La misma de siempre: Bogotá no necesita. Incluso, con una mezquindad política increíble, prefirieron competir con proyectos del Distrito, como el velódromo de alto rendimiento. Le pusieron la plata a un velódromo en Mosquera, un municipio que no tiene la capacidad ni la vocación para mover un escenario de esa magnitud, en lugar de sumar para tener una obra de primer nivel en Bogotá.
Esa misma mentalidad, la de no invertir en Bogotá para que no les digan centralistas, fue la que frenó nuestro metro por décadas. Ningún presidente se atrevió a sacarlo adelante por miedo al qué dirán en el resto del país. Medellín lo tuvo antes, mientras nosotros seguíamos en discusiones bizantinas.
Al final, ser el centro del país se siente más como una condena que como una ventaja. Parte de la razón tiene que ver con que, para muchos, aspirar a la Alcaldía de Bogotá es sólo un escalafón para llegar a la Presidencia.
La “maldición” de estar tan cerca de la Casa de Nariño sigue ahí: la mirada de muchos de nuestros gobernantes está clavada en la Silla de Bolívar y no en los huecos de las calles, en la movilidad caótica, o en la inseguridad. Y ojo, ninguna otra ciudad en Colombia tiene la magnitud de los retos de Bogotá. Somos cuatro veces más grandes que la siguiente ciudad del país (Medellín), recibimos un flujo constante de gente de todas partes (migración interna y externa), y nuestro parque automotor es casi el 10 % del total nacional. Gobernar aquí exige preparación, estudio, piel y, sobre todo, un amor genuino por Bogotá.
Pobre Bogotá, tan lejos de Dios y tan cerca del Gobierno Nacional. Ojalá que el próximo alcalde o alcaldesa sea alguien que viva y respire la capital, que entienda que esta ciudad no es un simple trampolín, sino un compromiso gigante. Y que no sea, de nuevo, un ave de paso que use nuestros votos para sus ambiciones personales y nos deje tirados con las cosas a medio hacer.

Por Blanca Inés Durán
