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Polonia y la pelea en Occidente

Cartas de los lectores
12 de junio de 2025 - 05:00 a. m.
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En días recientes, Karol Nawrocki, un historiador convertido en político, ganó la presidencia de Polonia con el 50,89 % de los votos, en unas elecciones con la mayor participación desde 1989. Aunque inicialmente era un desconocido para gran parte del electorado, Nawrocki fortaleció su imagen adoptando posturas conservadoras, rechazando el envío de tropas a Ucrania, oponiéndose al aborto y a las uniones del mismo sexo.

Esta victoria demuestra que el partido Ley y Justicia (PiS, por sus siglas en polaco) aún conserva un considerable capital político y que su retórica nacionalista y sus embates contra los principios de la democracia liberal —como la independencia judicial, los derechos de las minorías y la libertad de prensa— continúan encontrando eco en amplios sectores de la población polaca.

Para Bruselas y los europeístas resulta fácil criticar el “provincialismo” de Varsovia, pero no les resulta fácil comprenderlo. No entienden por qué Polonia y otros países del Este odian tanto el régimen de la UE y los valores liberales. Para hallar esa rabia debemos ver qué pasó después de 1989.

La caída del Muro de Berlín en 1989 simbolizó no solo el colapso del Bloque Socialista y el preludio del fin de la Unión Soviética, sino también el establecimiento de un nuevo modelo político a seguir en Europa. Aunque Estados Unidos era una referencia democrática, su distancia geográfica y su rígido bipartidismo hacían poco atractiva su imitación. En su lugar, Europa optó por emular a Alemania Occidental (Krastev & Holmes, 2020). Sin embargo, este modelo trajo consigo tres tensiones que alimentaron el actual malestar democrático, particularmente en Europa del Este, y han contribuido al auge de tendencias iliberales en países como Polonia, y sin las cuales no entendemos la fuerza política de un partido como el PiS.

La primera tensión se da en razón de que la democracia alemana se construyó bajo la preocupación nacionalista; en cambio, los Estados del Este de Europa son hijos de la era nacionalista que siguió a la región después de la caída de los imperios multinacionales. El nacionalismo antes de 1989 se exacerbaba, pero después se demonizó. Aquellos discursos nacionalistas quedaron marginados y denigrados.

La segunda tensión viene dada por la arquitectura institucional alemana, la cual fue concebida con cautela hacia el poder de las mayorías, limitando la influencia del voto popular. En Europa del Este, esta lógica fue percibida como una negación de la voluntad democrática, especialmente cuando las decisiones de Bruselas se imponían por encima de los resultados electorales nacionales.

La tercera y última tensión proviene de la falta de implementación del modelo alemán de cooperación entre el Estado y los sindicatos, clave para la estabilidad social. El contexto neoliberal de 1989, dominado por la influencia de Reagan y Thatcher, frenó cualquier intento de fortalecer el sindicalismo en las nuevas democracias poscomunistas, profundizando la desconexión entre los trabajadores y las instituciones.

Así, la Europa occidental, bajo la UE, terminó por desdeñar a los mismos sectores que alguna vez exaltó durante la lucha contra la hegemonía soviética: los nacionalistas, los religiosos y los sindicatos. Aquellos que, en tiempos de la Guerra Fría, eran presentados como baluartes de la resistencia frente al totalitarismo, fueron rápidamente marginados cuando comenzaron a cuestionar el nuevo modelo liberal europeo.

La decepción fue profunda. Muchos en Europa del Este sintieron que las banderas que antaño representaban libertad y autodeterminación eran ahora vilipendiadas como retrógradas o peligrosas. Y que, además, su voto —una conquista simbólica de la democracia poscomunista— era cada vez más deslegitimado por las élites europeas cuando no coincidía con los valores dominantes del Occidente liberal.

Esa sensación de traición, de haber cambiado un amo por otro, empujó a amplios sectores sociales a respaldar a líderes como Viktor Orbán en Hungría o partidos como el PiS, los cuales supieron capitalizar este descontento hasta nuestros tiempos.

César Augusto Pardo Acosta

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