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¿Qué significa, me pregunto, el Día de la afrocolombianidad para un niño de mi pueblo que despierta en un cuarto húmedo, se para del catre con colchón de cartones en el que compartió la noche con dos de sus hermanitos, recibe de su mamá una taza de aguea y se acurruca en un rincón de la cocina a raspar el resto de pegao de la olla del arroz de anoche? ¿Qué significa para la mamá que deberá pasar el día desplumando gallinas, lavando ropa ajena a la orilla del río o recogiendo el desorden en una casa que no es suya para ganarse poco más que lo necesario para regresar a su puesto al día siguiente?
No puedo negar el valor del aporte de los historiadores y de otros estudiosos del impacto de la herencia africana en la sociedad colombiana y entiendo la necesidad de difundir su aporte a la vez que reconocer la injusticia que ha servido Colombia a los descendientes de quienes heredamos valores, riquezas y tradiciones. Para avanzar en la dirección correcta es necesario entender de dónde venimos.
Lo que no entiendo es qué cruzó por las mentes de los congresistas que, en el año 2001, se sentaron a debatir (imagino) sobre la importancia de consagrar un día del año a celebrar a nuestros compatriotas de piel oscura.
Digo esto porque no veo que la situación de las comunidades afrocolombianas sea mejor ahora que antes de la consagración de ese día. Es cierto, sí, que son hoy muchos más los afrocolombianos que tienen moto y celular, que caminan al colegio y que aprenden a deletrear, que pueden pagar un tiquete aéreo. Pero ¿es esto progreso? Debo confesar que carezco de la formación necesaria para evaluar científicamente la situación de una sociedad tan diversa y compleja como la colombiana. Pero sí tengo ojos para ver el horror y mente para evaluar las consecuencias de sobrevivir en un barrio marginado de una población de la periferia colombiana, sin acueducto, sin alcantarillado y tapizada de basuras (probablemente similar a un barrio en el cinturón de miseria que encierra a las ciudades del interior). Realidad que en la totalidad de los pueblos del Pacífico y del resto de la periferia colombiana se agrava por la invasión de comida chatarra y de bebidas azucaradas complementados por programas destructivos en la televisión y de videos idiotizantes en las redes sociales, asuntos defendidos en nombre de la libertad de empresa sin que los representantes del pueblo se interesen en considerar el costo social y el impacto en la salud física y mental de niños y adultos privados de la formación necesaria para evaluar objetivamente el impacto de estas amenazas.
Pero sí poseen estos representantes la claridad necesaria para discutir la importancia de buscar días para reconocer toda clase de comunidades, grupos y agremiaciones cuyos votos necesitan para mantener sus privilegios. Llenar el calendario de símbolos con los que distraer la atención de los verdaderos problemas es definitivamente más fácil que buscar soluciones.
Ricardo Gómez Fontana
Guapi, Cauca
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