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El 7 de junio, el precandidato presidencial Miguel Uribe recibió varios disparos, dos en la cabeza, a manos de un sicario adolescente de apenas 14 años, que fue capturado rápidamente. El atentado causa zozobra y desasosiego en buena medida porque, en el momento en que escribo esta columna, aún no se sabe quiénes fueron los autores materiales, y la impunidad de este país abre la posibilidad de que nunca se sepa. Es el escenario perfecto para oportunistas y conspiradores, listos y listas para capitalizar la tragedia y pescar en río revuelto. Pero ambas cosas son muy peligrosas, se alimentan de la violencia, les conviene azuzarla. El atentado contra Miguel Uribe fue escalofriante porque nos enfrentó con una Colombia que queríamos dejar en el pasado pero que sigue estando, la violencia política nunca se fue, y parece que nosotros tampoco aprendimos nunca a desescalarla.
Por eso, este momento tiene que ser un llamado a varios reconocimientos, que no necesitan especulación. Para empezar, en Colombia la violencia política no es un problema del pasado. Según datos de la Misión de Observación Electoral (MOE), la violencia política ha venido aumentando en los últimos años. Entre el 1 de enero y el 30 de junio de 2024, la MOE “registró 265 hechos de violencia contra líderes políticos, sociales y comunales, estos fueron, 139 amenazas, 77 asesinatos, 32 atentados, 13 secuestros, dos desapariciones, y dos hechos de violencia contra la mujer en política (VCMP)”. Según la edición 14 del boletín “Acuérdate de la Verdad”, de la Comisión de la Verdad, “La violencia no terminó con la firma del Acuerdo de Paz de 2016. Por el contrario, se ha transformado. Desde entonces han sido asesinados más de 1.300 líderes sociales, políticos, periodistas y defensores de derechos humanos, así como más de 400 firmantes del acuerdo”.
También tenemos que pensar en las condiciones estructurales que dejan a un adolescente vulnerable al reclutamiento. Los jóvenes necesitan oportunidades, educación de calidad, empleo, espacios de esparcimiento, a la cultura; no punitivismo. Necesitan opciones, sueños, y protección ante el reclutamiento forzado. La violencia armada necesita armas y personas que la ejecuten, si el Estado abandona a las juventudes, se la está poniendo fácil a las bandas criminales. Por la misma razón, también es urgente e indispensable controlar el porte de armas.
Recojo las palabras de la Comisión de la Verdad: “La paz grande implica reconocer que el conflicto armado y la violencia política tienen raíces tanto en estructuras de profunda injusticia como en una cultura de la intolerancia, de la negación del otro, de la estigmatización y la exclusión. Todo ello, en palabras del manifiesto, nos ha llevado a ‘vivir en modo guerra’, es decir, a normalizar la violencia como recurso político”. Hemos seguido viviendo en modo guerra a pesar del Acuerdo de Paz. Nuestros políticos siempre han sabido instrumentalizar la violencia y el miedo en el contexto electoral, pero desde la ciudadanía podemos hacer un esfuerzo consciente para no excluir y estigmatizar.
