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En 1666, Thomas Hobbes tuvo que soportar que la gente saliera a la calle con algunos ejemplares de su obra más conocida, “Leviatán”, y los quemara. La cámara de los comunes de Inglaterra había dictaminado que era un hereje, con todas sus consecuencias. Mitad en serio, y un poco con el humor ácido de algunos de sus comentarios, escribió después que “el miedo y yo nacimos gemelos”. Ya antes había tenido que huir de Inglaterra hacia Francia, y luego se había devuelto, pues sentía que tarde o temprano y por fin, los fanáticos de todos los colores que se resguardaban de sus miedos precisamente en su fanatismo, lo encontrarían y seguramente le prenderían fuego.
Para él, el hombre era un lobo para el hombre, y estaba destinado a vivir una vida “solitaria, pobre, desabrida, brutal y breve”, a menos de que se lo controlara. Los realistas lo detestaban y los puritanos querían masacrarlo. Unos y otros se enfrentaron en una guerra que diezmó en un tres por ciento a la población inglesa. Doscientos mil vidas fueron sacrificadas entre 1642 y 165 por defender la idea de un Dios o la de un rey. Para Hobbes, aquellas fueron las consecuencias de la naturaleza humana, llevada, guiada, motivada por tres razones fundamentales, la competencia, la desconfianza o el miedo, y la gloria-orgullo.
No creía que hubiera excepciones. Ni siquiera entre los reyes y las reinas, que se debatían “en una situación de perenne desconfianza mutua, en un estado y disposición de gladiadores”. Todo surgía por una razón, todo tenía una causa, y todo llevaba a unas consecuencias, muy a pesar de que los humanos, muy humanos, se habían disfrazado con ideales sobrenaturales y hermosas palabras para justificar sus actos y más que sus actos, sus motivaciones. Hablaban de almas y de amistades, de amores y de espíritus, de loables propósitos y de uniones metafísicas en el fondo, descarnadamente, lo único que buscaban era su propio bien.
Si en su “Leviatán” había propuesto un gobierno que velara por sus intereses y los ordenara, un gobierno fuerte que velara por un contrato social, no lo había hecho porque considerara que los gobernados y sus gobernantes estuvieran tocados por un halo de bondad, solidaridad y genialidad, y tampoco por una divina ley natural, sino por “el hecho de que beneficiaba a quienes participaban en él, y eso era todo”, como lo escribió el historiador inglés Peter Watson.

Por Fernando Araújo Vélez
