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A raíz del vil atentado contra Miguel Uribe Turbay, que por fortuna muchísimos han condenado sin ninguna clase de reserva, y de ulteriores hechos de violencia, el país se pregunta: ¿y ahora qué?
Y sí: ¿qué hacer? Por desgracia, la sangre derramada por Uribe inspiró reacciones erráticas en un vasto sector de la opinión. Algunas figuras prominentes le atribuyeron el atentado, y hasta el temblor de tierra que ocurrió en paralelo, a los intentos de reforma del gobierno. Y no dudaron en apuntar el dedo acusador contra Petro, sin ninguna clase de evidencia.
Ese fanatismo no nos llevará a ninguna parte. Valdría la pena que comenzáramos por preguntarnos qué sabemos de lo que sucedió. Hubo un atentado contra un precandidato presidencial. El autor material ya está detenido. A la hora en que escribo estas líneas, los intelectuales aún no se han identificado. Y hay un contexto de feroz crispación y de enfrentamiento entre sectores políticos y sociales. A estas alturas, nadie puede decir que sepa qué conexión pueda haber entre el hecho y el contexto.
En cambio sí sabemos que, en ese contexto, el evento nos obliga a hacer una pausa y a preguntarnos cómo salimos de esta situación. Pues nuestra combinación de largas tradiciones de violencia, la existencia de miles de especialistas en ella, economías ilegales y una tremenda incertidumbre, es un cóctel tóxico a más no poder. Me perdonarán que lo recuerde, pero eso no empezó ayer ni anteayer. El expresidente Santos –quien para mí no es una figura antipática; he dicho varias veces en esta columna que hay que reconocerle muchas cosas– se preguntó retóricamente en X: “¿hasta dónde hemos llegado?”. ¿En serio? ¿Esta clase de cosas son la absoluta novedad, salen de la nada? Un Premio Nobel de la paz, quien como ministro de Defensa enfrentó los falsos positivos y como presidente innumerables hechos extremos de violencia –con las correspondientes acusaciones de complicidad– no puede hablar así. Una vez más: está siendo irresponsable. Para nada se trivializa el terrible ataque contra Miguel Uribe si se pone en su contexto. No hablemos ya de que, como dijo muy bien Cecilia Orozco, la intemperancia verbal no es el monopolio de ningún sector.
¿Qué hacer entonces? Creo que una primera orientación positiva la dio De La Calle, quien esta vez sí acertó. No se trata, dijo, de arriar las banderas programáticas; eso no tendría sentido y sería contraproducente. La sugerencia de que todo esto se debió al intento de restaurar las horas extras de los trabajadores no solo me parece poco plausible, sino que podría implicar un llamado a que el gobierno ceda ante el chantaje terrorista. El peor precedente posible. Pero, agregó De la Calle, sí es necesario limitar la confrontación. Cierto. El petrismo/progresismo no se va a evaporar. Tampoco el uribismo. Ni el centrismo.
¿Y entonces? Veo las siguientes reglas posibles, que se podrían tratar de ir instaurando en nuestro debate político. Primero: confluir en el respeto a la vida. Ojo: mientras ocurrían estos horrores, otro precandidato decía en una reunión de banqueros que había que “darle balín” a los manifestantes, en medio de aplausos y risas aprobatorias. Si declaraciones como estas no se condenan a rajatabla, no vamos a avanzar mucho. Segundo: destacar, no tomar por dados, todos los pasos civilizatorios que tome el adversario. Tercero: ser capaz de criticar duramente los llamados a la destrucción/estigmatización del otro que vengan del propio campo. Cuarto: responsabilidad ante todo. Pensar antes de exagerar. Una decisión por decreto puede resultar muy criticable, pero NO es un golpe de Estado.
El país está viviendo una experiencia de alternación en el poder, difícil por lo real. Por ello, es fácil olvidar que tenemos un patrimonio común. Pero podríamos tratar de identificar objetivos grandes, donde quepan muchos. Verbigracia, la rutinización de esa alternación y el deseo de progreso y de una política más fructífera de millones de colombianos.
