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Uno de los aspectos más notables del universo del arte es la soberanía absoluta con la que cuenta el artista para la creación. Una soberanía cuyos límites los impone la propia imaginación. Y también —según las épocas y los países— las reglas escritas y no escritas sobre lo permitido, lo decoroso, lo legítimo, lo sacro y lo profano. Así, en un Estado teocrático no será aceptada una novela en la que se blasfeme a Dios o se dude de su existencia, y en la sociedad de nuestro tiempo difícil será encontrar una novela que constituya una apología a la esclavitud o al racismo, como no sea una novela histórica o una ambientación de época para plantear un escenario y para profundizar sobre el tema.
Lo cierto es que la soberanía del artista se ve limitada cuando se trata de hacer una adaptación de un original a otro medio de expresión. Por ejemplo, los guiones que de los libros se hacen para el cine o para el teatro. Salvo que se trate de una versión libre, deben respetarse la trama y el desenlace que propone el autor. Y, en la medida de lo posible, también la ubicación geográfica de la obra y el carácter de los personajes, por ejemplo.
Todo eso, sin embargo, parece que puede negociarse a la hora de hacer una adaptación teatral o cinematográfica, siempre que ella se mantenga fiel al espíritu de la obra. Y ese es el punto. Recuerdo una versión de Macbeth que hace muchos años vi en la ciudad de Madrid. Se trataba de una puesta en escena en una empresa del siglo XXI. Los personajes y el vestuario se habían modernizado para que la obra se congraciase con las posibilidades de representación que ofrecía el teatro: un apartamento en el centro de la ciudad. Pero, con todo, se respetaba el espíritu de la obra; es decir, ella no desdecía del halo macbethiano y shakespeariano de la tragedia. De modo que se cambiaba el traje, pero se respetaba el alma. A mi entender, es esa una buena adaptación, o de eso se trata adaptar al cine o al teatro una obra escrita: no cambiar la esencia del original, aunque se pretenda traducir a un lenguaje contemporáneo (en términos del idioma, del vestuario, de las locaciones, de ciertas situaciones representadas) la obra.
Y vuelvo a traer esto a colación por la decisión del director Oriol Paulo en la escena final de Los renglones torcidos de Dios. Con la escena final tomó partido por la locura de la protagonista, Alice Gould. Esa decisión cambia el espíritu de la obra. Y aquí yerran Oriol Paulo y Guillem Clua en la adaptación que hacen del libro. No sólo porque, como comenté en la columna pasada, una de las grandes virtudes del libro es mantener abierta cierta ambivalencia en torno a la locura o a la cordura de la heroína, sino porque una lectura atenta del mismo daría más claves para decantarse por la cordura de Gould que por su presunto delirio. Lástima que director y libretista la hubieran creído una orate o una imbécil. O peor aún, una perversa. Se podría volver sobre el libro, pero mientras tanto, detengámonos en el nombre anglosajón de la protagonista de la novela: Alice Gould. Alice es nombre que proviene del griego αληθεια (verdad) y Gould, en inglés, se lee good: bueno, recto, justo, correcto…
Aun en la adaptación el artista sigue siendo soberano, y puede tomarse algunas licencias, claro. Pero no tantas.
