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Hablaba la columna pasada de la consternación que me produjo una frase de un personaje de El alba de Elie Wiesel. Debía matar a un hombre que no conocía y de quien nada sabía: «No sabía si se rascaba la nariz al comer, si hablaba o callaba cuando hacía el amor, si le gustaba odiar, si engañaba a su mujer, a su Dios, o a su porvenir. Lo único que sabía es que era inglés; que era mi enemigo» (las cursivas son mías).
Decía que nunca se me había ocurrido que a alguien le gustara odiar. Luego, sin embargo, releyendo el texto, me vino a la memoria el ensayo de William Hazlitt, El placer de odiar. Por qué había puesto en un anaquel lejano de mi biblioteca mental aquel ensayo decidido de título vehemente es cuestión que habría que preguntar a la inconstante memoria. El caso es que me vi conminado a volver al ensayo de Hazlitt para recordar en qué regiones de la existencia encontraba el autor placer y lugar para el odio y para estudiar cómo se objetivaban esa malquerencia y esa animadversión por sus contemporáneos y por el mundo que lo rodeaba.
Erudito, ensayista, crítico literario, estudioso y comentarista de la obra de William Shakespeare, escoliasta de las máximas de La Rochefoucauld, es también William Hazlitt autor de esta pieza ensayística.
Escrito con la tinta de un cinismo desencantado y férreo —«No se ha exagerado el valor de la bilis, y nada conserva tanto como un conocimiento de misantropía. De todo nos cansamos, menos de poner en ridículo a nuestro prójimo y congratularnos de sus defectos»—, el ensayo propone que sin el odio caeríamos presas de la inacción y del tedio: «La naturaleza parece realmente (y tanto más cuanto más la observamos) hecha de antipatías; sin algo que odiar, perderíamos el veneno del pensamiento y de la acción». Aparecen entonces la envidia y las ansias de opacar y de aplastar a los demás, tan predominantes en ciertas naciones, incluida la nuestra: «La veta blanca de nuestro propio destino brilla más (y a veces aun sólo así se torna perceptible) cuando se hace en torno de ella la mayor obscuridad posible».
Denigra del nacionalismo, de los viejos y de los nuevos amigos, de los libros recientes y de los vetustos y venerables, de las opiniones propias y de las ajenas en páginas y reflexiones que recuerdan algunos capítulos del Cándido de Voltaire. Hastiado, no obstante, de ese nihilismo exacerbado, parece encontrar refugio y consuelo en la belleza de las pinturas de Tiziano. «¿Qué me impide, entonces, poner esta imagen de belleza encantadora a modo de una barrera perenne entre la desgracia y mi propia persona?». Pero vuelve el desencanto a la carga: «Pues porque la alegría exige un mayor esfuerzo del espíritu para sostenerla que la tristeza; así que, al cabo de una breve tregua de placer, instintivamente nos volvemos de lo que amamos hacia lo que aborrecemos». Ocurre todo como si sólo el odio fuese el único motor válido para la acción: «No podemos soportar un estado de indiferencia y de tedio». Tesis inquietante de todos los apologistas de la oposición y de la discordia, desde Empédocles y Séneca hasta Nietzsche, pasando por el propio Hazlitt.
El ensayo, sin embargo, es menos crudo de la que el título promete. Y termina por concluir el autor que no odia tanto al mundo como a sí mismo, pues sabe que el mundo y sus gentes son volubles e ingratos. Y sabiendo esto, encuentra una razón para odiarse y despreciarse, sobre todo por no haber odiado y despreciado lo suficiente al mundo. Y en esa conclusión y en esa argucia argumentativa entreveo aún cierto lugar para la esperanza. E incluso para el amor.
