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Durante su reciente visita a China, el presidente Gustavo Petro firmó la adhesión de Colombia a la Iniciativa de la Franja y la Ruta (BRI), también conocida como la nueva Ruta de la Seda. La noticia generó inquietud en sectores políticos y económicos del país, pues puede interpretarse como una provocación hacia Estados Unidos, aún el principal socio estratégico y comercial de Colombia.
Hasta ahora, Colombia se había mantenido cautelosa frente al avance del poder blando chino en América Latina. Sin embargo, la presencia de Petro en foros de alto nivel en Pekín, junto a otros líderes hispanoamericanos, marca un giro significativo en la política exterior del país.
La reacción de Washington no tardó. Mauricio Claver-Carone, asesor del expresidente Donald Trump para Asuntos del Hemisferio Occidental, afirmó: “El acercamiento del presidente Petro con China es una gran oportunidad para las rosas de Ecuador y el café de Centroamérica”. Una advertencia clara de que Estados Unidos podría reconsiderar su relación preferencial con Colombia.
Lo cierto es que China lleva años construyendo, con paciencia estratégica, su presencia en América Latina. Ha otorgado préstamos por más de 140 mil millones de dólares entre 2005 y 2021, generando una dependencia financiera en países como Venezuela, Ecuador o Argentina. Hoy controla gran parte del petróleo venezolano, aproximadamente el 25 % de la industria del cobre en Perú, y mantiene una fuerte presencia en sectores energéticos, mineros y logísticos a lo largo del continente.
China ve en Colombia lo que quizás otros aún subestiman: una ubicación geoestratégica única, con a los océanos Atlántico y Pacífico, convirtiéndola en una plataforma natural para el comercio intercontinental. Desde la óptica china, Colombia es un puente logístico entre Sudamérica y los mercados de Norteamérica, el Caribe y Centroamérica.
Por eso, su adhesión a la Ruta de la Seda no es anecdótica. Es la incorporación de una pieza clave a la arquitectura de poder global que China viene tejiendo desde hace más de una década.
Las inversiones chinas no son improvisadas ni aisladas. Forman parte de una agenda bien definida en la que las empresas —estatales o alineadas con el Partido Comunista Chino— actúan como instrumentos de política exterior. Proyectos como el Metro de Bogotá o el Regiotram de Occidente, financiados y ejecutados por consorcios chinos, son presentados como cooperación técnica, pero detrás de cada contrato hay cláusulas de dependencia financiera, tecnológica y geopolítica.
Según datos oficiales, las inversiones acumuladas de China en Colombia rondan los 3.000 millones de dólares, pero se proyecta que esta cifra se duplique en el corto plazo con el marco de la Franja y la Ruta.
China ofrece financiación, sí. Pero también exige control. Control sobre puertos, sobre industrias estratégicas, sobre redes tecnológicas, y, sobre todo, sobre las reglas del juego.
El riesgo no está en hacer negocios con China. El verdadero peligro está en no comprender la naturaleza política e ideológica de su propuesta. China no es una economía de mercado neutral. Es un régimen autoritario que persigue minorías étnicas, censura internet, vigila a sus ciudadanos, y respalda activamente regímenes como los de Irán, Rusia, Venezuela, Nicaragua y Cuba.
El discurso de Xi Jinping sobre la necesidad de fundar un nuevo orden mundial no es retórica vacía. Es una declaración de intenciones: un orden donde la democracia liberal es vista como una amenaza, la libertad de expresión como un problema, y el desarrollo económico como una concesión condicionada a la subordinación geopolítica.
Occidente no puede permitirse la ingenuidad. El proyecto chino no es filantropía, es estrategia estructural. No es solo cooperación: es geopolítica de largo alcance. Consiste en reconfigurar el orden global sin necesidad de guerras, mediante infraestructura, deuda y dependencia tecnológica.
La ruta de la sedación ya comenzó. Y Colombia, al parecer, ha dado su primer paso.
La pregunta urgente es: ¿qué hará Occidente ante este avance silencioso, pero implacable?
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