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Hubo un tiempo, desde finales del siglo XIX, que la humanidad comenzó a gozar de avances tecnológicos que hicieron creer que el progreso estaba basado en la ciencia y la tecnología, y que ese progreso se manifestaría en una mejor forma de vida para la gente. En esa época, todas las artes –la música, la literatura, la pintura– tuvieron desarrollos sin paralelo en el pasado y comenzaron a crearse multitud de nuevos movimientos artísticos en todos los campos creativos. Igualmente, la revolución industrial se afincó en forma definitiva y, a pesar de que hubo quienes creyeran que la máquina iba a desplazar al hombre, a la larga se comprobó que, por el contrario, el trabajador podía ser más creativo, ya que las máquinas se encargaban de los trabajos más tediosos y repetitivos.
Las distancias se acortaron gracias a los desarrollos en los medios de transporte, que permitieron a la gente desplazarse en horas lo que antes había tomado semanas; en las comodidades que trajeron los avances industriales, que hicieron posible que todos gozaran de lo que antes estaba reservado a los muy ricos, y los avances médicos que alargaron las expectativas de vida.
En resumidas cuentas, ese increíble progreso que permitió que, en menos de un siglo, la humanidad avanzara mucho más de lo que había hecho en los 15 siglos anteriores, hizo que muchos pensaran que el mundo iba a grandes pasos a convertirse en paraíso. Infortunadamente eso no sucedió así. Comenzaron los problemas del cambio climático originados en la industrialización, y el desarrollo de armas letales permitió que en pocas horas murieran más personas que en todas las guerras del pasado. Problemas similares han hecho pensar que el progreso no ha implicado mejoría y ese es el gran interrogante que tiene hoy día la humanidad.
