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Una sociedad no debería permitir que los puentes sean diseñados por ingenieros que no saben de cálculo y, por las mismas razones, debería impedir que un abogado incompetente dicte sentencias judiciales. Este elemental sentido común, sin embargo, está lejos de ser una realidad en nuestro medio.
En México, la profesión jurídica está llena de problemas: hay más de 2.500 facultades de derecho (en Alemania hay 44) sin exigencias mínimas de calidad. No existe un examen de Estado para controlar el ingreso de los recién graduados al mundo profesional, no hay un sistema de vigilancia ética que castigue a los abogados tramposos ni existe un mecanismo de rendición de cuentas. De ahí el pobre desempeño de la justicia mexicana, con jueces que no resuelven los conflictos de la gente y con altas cortes atiborradas de privilegios indecorosos. Para enfrentar esos problemas, el expresidente López Obrador hizo pasar (forzadamente) una reforma constitucional para que todos los jueces del país fueran elegidos democráticamente.
Lo más delicado de esa reforma es que el partido de Gobierno –Morena– controla los poderes ejecutivo y legislativo, que es donde se elaboran las listas de jueces elegibles. Según el Gobierno, la reforma era necesaria para acabar con la impunidad; pero esa afirmación oculta el hecho de que solo una mínima porción de los delitos (7 % según los expertos) es investigada por la Fiscalía, que es controlada por el Gobierno. La reforma fue hecha, dicen, para acabar con la corrupción de los jueces, pero le entrega el Poder judicial a la política que en México es, de lejos, más corrupta que la justicia. Vean ustedes esto: según la reforma, para ser elegido hay que haberse graduado con ocho o más puntos sobre diez en promedio y tener cinco cartas de recomendación, que pueden ser de los vecinos. Sobre la primera exigencia cuento un chiste mexicano: “¿Qué se necesita para ser abogado en mi país?; respuesta: Dos cosas, inscribirse en una facultad de derecho y no morirse”. Sobre el segundo requisito, solo diré que ya parece, por sí solo, un chiste.
El domingo pasado se llevaron a cabo las elecciones para 800 cargos federales y 1.800 estatales. La participación, a pesar de tener todo el apoyo publicitario del Gobierno, fue del 13 %. La legitimidad añorada por el Gobierno se ha esfumado y es poco probable que se consiga cuando esos jueces elegidos empiecen a tomar decisiones. Hay un mapa de México en el que el territorio no está dividido por Estados sino por la presencia de los carteles de la droga. ¿Qué esperan los narcos de la elección popular de jueces? Pues, cómo no, postular candidatos para que defiendan sus causas. El Poder judicial no solo está amenazado por el poder político –Morena–, sino por el poder criminal, que en algunas partes del país es lo mismo y que, allí donde no lo es, con esta reforma, será cada vez más lo mismo.
Una de las características del populismo es que las decisiones no se toman con base en un diagnóstico serio de los problemas, sino a partir de lo que es popular; de lo que es tendencia. Eso explica bien este caso: para remediar un problema serio en el Poder judicial, de ineficacia y privilegios, se inventa una reforma que busca, ante todo, la lealtad política de los jueces, no resolver los problemas de fondo. Para los gobiernos que obedecen a esa lógica, la fidelidad política vale más que el conocimiento, y el clientelismo más que la verdad. Así las cosas, es difícil esperar que abogados mediocres o corruptos no terminen tomando malas decisiones judiciales.
