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En un país anestesiado por una violencia recurrente es común ver a los sicarios actuando con impunidad por calles y veredas. Asesinatos cotidianos que no mueven ni conmueven. Lo extraño es que se reaccione masivamente frente a un acto violento, que el país salga del letargo y lo rechace de manera contundente. El atentado contra Miguel Uribe Turbay sacudió al país y muchos dijeron que volvieron otros tiempos de horror. No es que vuelvan, porque no se han ido, aunque la magnitud de los hechos violentos no haya sido la misma a lo largo de los años.
El atentado contra el precandidato del Centro Democrático tocó fibras en la sensibilidad colectiva que parecían ya no existir de tanto que se ha matado. La violencia en el corazón del país, en plena capital y contra un precandidato presidencial, hace doler una herida abierta que no acaba de sanar y que sigue supurando a pesar del tiempo transcurrido.
En la campaña presidencial para las elecciones de 1990 mataron en menos de seis meses a tres candidatos presidenciales: Luis Carlos Galán, Bernardo Jaramillo, Carlos Pizarro. Un poco antes, en 1987, fue asesinado Jaime Pardo Leal, quien había sido candidato de la Unión Patriótica en 1986. No fueron los únicos muertos de esos tiempos. Gastaríamos horas si quisiéramos mencionarlos a todos. Algún día tendríamos que hacerlo. Mencionar a las víctimas es rescatarlas del olvido.
La campaña de esa época estuvo marcada por las amenazas, el miedo y los sepelios. Es eso lo que ha vuelto a la memoria de los mayores ante la imagen de un sicario que dispara a un precandidato en un evento público. Son muchas las razones que pueden explicar por qué este atentado impactó y otros no. Si cada vida vale, cada víctima merece ser atendida y cada crimen se debe investigar, ¿por qué para algunos se mueve la sociedad y para otros no? Un par de días después del atentado al precandidato, una cadena de ataques en el Valle y en el Cauca dejaron muertos, heridos y pánico. Nuevas víctimas, muchas víctimas. Cuando escribo ni siquiera tienen nombre en los reportes de prensa.
Hay episodios llamados a convertirse en símbolos de momentos y de instantes políticos. Hay hechos que golpean con mayor fuerza y que son detonantes de crisis mayores. Miguel Uribe Turbay es un precandidato de la oposición y es, además, un dirigente político que ya había sido víctima de la violencia cuando quedó huérfano tras el asesinato de su madre, la periodista Diana Turbay. Escucho a una joven preguntar ¿qué le pasó a ella? y confirmo la necesidad de hacer memoria, de contar lo que vivimos, de entender cada episodio de esta violencia que, por más recurrente que sea, no ha sido igual ni lineal en todas estas décadas. Hacer memoria es ayudar a entender, es parte de la catarsis colectiva que necesitamos para poder pasar, algún día, la página violenta de nuestra historia.
Tienen razón quienes reclaman en estos días por la indolencia frente al asesinato de líderes sociales. Esa violencia, que también es política, no sacude y no logramos ver su magnitud porque se va dando uno a uno en territorios alejados que viven todo tipo de carencias, también la de la atención del debate público. Según la base de datos de la ONG Indepaz, 74 líderes sociales han sido asesinados en el 2025. Una masacre que no conmueve ni a la sociedad ni al Gobierno, que no logra avanzar en las medidas de prevención para protegerlos.
La violencia política está ahí, no se ha ido, opera todos los días y, con frecuencia, no genera ninguna reacción. Acostumbrarse a la muerte es una forma de resistir, pero es también un camino para permitir que siga pasando. Por eso cuando la sociedad reacciona ante un hecho violento, deberíamos entender que hay un espacio para la acción colectiva. Así los dirigentes políticos no estén a la altura de los hechos, los ciudadanos deben reclamar que no se vale matar para hacer política.
