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Al cierre de esta edición, Miguel Uribe Turbay, uno de los senadores más votados de las pasadas elecciones, sigue luchando por su vida. Es profundamente doloroso escribir estas palabras e inmediatamente escuchar el eco de un país que creíamos ya superado, una Colombia donde asesinaban candidatos presidenciales con pasmosa facilidad, donde la vida no se respetaba en absoluto, donde el Estado era incapaz de proteger su propia democracia. Y aún así, en pleno 2025, después de tanta sangre corrida, de tantos mártires que le apostaron a la paz, de tanto esfuerzo institucional, nos encontramos nuevamente buscando adjetivos para responder al terror. Una vez más nuestro proyecto de nación, nuestro sueño por cumplir, se estrella con la crudeza de tragedias familiares que se convierten en lutos nacionales.
La violencia política nunca ha desaparecido de Colombia. Año tras año venimos denunciando el asesinato sistemático de líderes sociales, defensores de derechos e incluso de excombatientes de las FARC que firmaron un acuerdo con el Estado que juró protegerlos y les incumplió rotundamente. También hemos visto espantosos casos de sicariato incluso en las zonas supuestamente más seguras de la capital. Sin embargo, este no es el mismo país que hace tres décadas, no estamos arrodillados ante las mafias del narcotráfico ni ante las guerrillas; tenemos una institucionalidad fuerte, una cultura democrática revitalizada, una ciudadanía cada vez más comprometida con superar nuestro pasado más violento. Por eso lo ocurrido con Uribe Turbay sacude las fibras más profundas: si ni siquiera uno de los senadores más visibles del país puede hacer campaña política de manera segura, ¿cómo no sentir la desazón de una Colombia fuera de control?
No es momento de caer en oportunismos, en la búsqueda de culpables políticos y en la instrumentalización de la tragedia de una familia que está pasando los momentos más difíciles de sus vidas. Es descorazonador ver la reacción en redes sociales de quienes utilizan la retórica para destruir reputaciones, para envenenar el debate público, para sembrar la idea de que el otro, el que piensa distinto, el que se para en una orilla política diferente, no es un ser humano, sino un enemigo. Somos uno de los países más polarizados del planeta y se sintió en la crueldad de las especulaciones, los rumores, los señalamientos. Entrar a redes sociales en las horas posteriores al atentado era similar a nadar en la miserableza nacional, en la idea de que la política no es el propósito común de construir una nación, sino de aplastar al otro.
Tenemos que reflexionar. Tenemos que cambiar. Desde la Casa de Nariño hasta el ala más radical de la oposición, no podemos continuar con la política como se ha venido haciendo. Varios senadores propusieron un momento de unidad nacional, de sentarse a conversar sobre unos mínimos de respeto. Lo necesitamos. La pasión de las causas políticas no puede degradarse en el odio de los mensajes que abundan. Estamos en la Colombia de la posverdad, de los algoritmos que privilegian la visceralidad sobre lo razonable, pero todo empieza por una decisión individual de cada actor político: cómo se va a referir al otro, cómo va a ejercer su poder, cómo se respeta la diferencia, así haya desacuerdos profundos.
No podemos darnos por vencidos ante el terror, ante quienes creen que silenciar voces es una estrategia política válida. Nuestro país es una apuesta por la paz, desde el rechazo a toda la violencia física hasta la moderación de las formas en las agresiones retóricas. Tristemente, ya hemos estado en situaciones similares. Por eso mismo, aprendamos de nuestro pasado: allí donde más sufrimiento experimentó nuestro país fue cuando los ciudadanos más nos unimos para sacar adelante este sueño conjunto llamado Colombia.
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