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Tengo aquel bus atascado en mi cabeza, y no hay terapia que lo remueva por ahora. Veo cuerpos moviéndose sobre el vacío como si estuviesen dentro de un líquido, adjuntos por el mismo latido desesperado. Hay una cabeza adormecida pegada al volante y un hombre joven mirando a los otros pasajeros; la anticipada melancolía le desencaja el rostro. Pide que se abracen a los viejos muebles; pide que resistan, tal vez haya un milagro, veintitrés milagros. No hay tiempo para pensar en tanto.
Las preocupaciones individuales se desvanecen. Ya no seré la docente que va con su maletín negro, colgándole en la muñeca, aletargada en preocupaciones menores. Nunca percibí tan cerca a la muerte como hoy; este es mi primer duelo. Mi seno familiar es pequeño y nadie ha partido de este mundo.
Huyo de los actos fúnebres y del seguimiento noticioso que empalaga las redes sociales. Pero ellos están en mi pensamiento. Ahí se mantienen cotidianos, universitarios, aplicados, como somos todos en primer semestre. Descubren a la fuerza la rutina, el cumplimiento de horarios, esfuerzan la memoria y son extranjeros tanto dentro del campus como fuera de él, porque en casa están frente al computador, escalando las puntiagudas horas de trabajo escrito, retienen la nueva información: les altera el lenguaje, las dudas, y acaso cruzan palabras con sus padres, familiares o compañeros de residencia. En la universidad son los recién llegados, los que vienen de afuera.
En días pasados me senté en la parte de atrás del salón para cederles el escenario y escuchar con toda la atención sus intervenciones. Las imágenes están vivas. Sonríen, les tiembla la voz, se esfuerzan; hay quienes se desenvuelven ligeramente. Al final, después de los aplausos, les señalo con rigor aquellas erratas ortográficas o dificultades de dicción: “Ojo, no decimos ‘eselente’, sino ‘excelente’. Debemos exagerar los sonidos de la ‘x’ que suena como una ‘c’ y que hace retroceder la lengua para mejorar la pronunciación y la ortografía al hablar”. También procuro elevar sus pensamientos para que no se me decaigan: “Sin embargo, tiene usted una voz extraordinaria; aprovéchela. Hay que ganar esa confianza”. Ríen avergonzados, expresan gratitud. Luego les hablo del carácter investigativo y el esfuerzo individual.
Me conmueven sus miradas atentas, los gestos de preocupación. Hago un comentario tonto: “Pero tranquilos, de esta salimos vivos, ustedes no son de cristal”. La risa colectiva devuelve los gestos serenos; un aire plácido nos cobija a todos. Agradezco sus intervenciones y, sin un atisbo de superstición ante la cercanía de la fatalidad, les invito a vernos la próxima clase. Salen uno a uno; a estas alturas ya se han cocido algunos afectos. Thylan y Andrés son camaradas. Cuando están por cruzar la puerta, Thylan retrocede unos pasos y me explica que estuvo escribiendo un cuento, me pide que se lo revise y promete enviarlo (no lo hizo). Lo miro con seriedad y le digo que por supuesto, que estaré esperándolo y que lo regresaré comentado si hay necesidad de edición. Se despide complacido. Íntimamente siento un regocijo de saber que también encuentra refugio en la escritura. Andrés nos mira con su gesto plano, desinteresado ante el misterio de la charla en voz baja. “Adiós”, me dice Milena con la mano y muestra los dientes tan bonitos. “¿El parcial es para cuándo?”, pregunta Camilo, hoy en recuperación de sus heridas. Le explico. Me da las gracias. Subimos en grupo las escaleras y cruzamos el pasillo hasta la salida principal. No les digo adiós porque ya nos habíamos despedido. Una vez sobre el andén, nuestros rumbos se separan: yo subo, ellos bajan.
Por Tatiana Alejandra Velásquez Osorio
